Tres Pajarracos negros giran sobre las cajas rotas, cáscaras de naranja, repollos podridos y frutas secas, flotan entre los tablones astillados de la valla, al final del andén, junto a los contenedores de basura a la espera de ser recogidos. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de cadenas, movidos por unos obreros que trastean entre los vagones oxidados al final de los andenes.
Puertas que se abren en el tren recién llegado a la estación. Pies que saltan a tierra apresurados. Hombres y mujeres entran a empellones en la maloliente estación, apretujándose y estrujándose como sardinas prensadas en una lata. Prisas por salir para llegar a los trabajos de las fábricas en hora y no perder ni un céntimo por entrar tarde.
Adela, sentada en aquel banco de madera, apretando en su regazo un cesto con un lienzo blanco por encima, mira aterrada a todo ese gentío que baja del tren, que no repara en su presencia, pero a ella le parece que todo el mundo la señala al pasar por su lado y la mira con ojos acusadores.
No temas cariño mío que nadie te va a hacer daño, no temas corazón , que yo estoy aquí para que nunca te ocurra nada, no te importe este ruido que pronto pasará y la calma nos envolverá. Vamos a ser muy felices y tú lo serás aún más.
Cuando llegué a esta ciudad, hace ya no sé cuanto tiempo, yo también tenía miedo, y ahora aún lo tengo a veces, pero sé que mi suerte va a cambiar, porque tú estás conmigo
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En el último vagón del tren un hombre de edad madura, con el pelo gris, largo y ensortijado, había viajado tocando suavemente un violín hasta llegar a la estación.
Pasó por entre los viajeros su sombrero de paja y recogió algunas monedas de los más generosos, Guardó su violín en un estuche, ya deslucido por el polvo y los años, con mucho cuidado y descendió del tren.
Antes de traspasar la puerta observó a una mujer sentada en un banco de madera en el andén, que apretaba un gran cesto en su regazo, con cara triste movía los labios, como si tararease una canción.
Cuando salió finalmente a la calle, se aturdió un poco con el hervidero de personas que se agolpaba para cruzar al otro lado de la Avenida polvorienta. Las rodillas le empezaban a temblar y la vista se le nublaba a ratos. No había probado bocado desde hacía varios días. Solo había tomado agua. Hundió una mano hasta el fondo de su bolsillo y contó mentalmente las monedas.
Entró en un bar lleno de gente, que hacía esquina , y se instaló a duras penas, en una banqueta al final de la barra.
Cogió el librito que tenía junto al servilletero y se puso a estudiar la lista de precios Olía a café, bollos, y a muchas cosas deliciosas, que hacían que su boca comenzará a segregar saliva, que sus tripas sonasen y que su mareo se acrecentara.
Un joven camarero pelirrojo, con cara sonriente, se secaba las manos llenas de pecas en un paño que llevaba colgado del delantal.
- Que le pongo caballero.
- Dos huevos fritos, un café y una barra de pan tostado, por favor.
- Enseguida. Mala cara trae usted amigo, le dijo poniéndole el café humeante.
Lo supongo, vengo desde la otra punta del continente y he caminado mucho. El del mostrador lanzó un sonido silbante entre los dientes.
- Viene a buscar trabajo eh?
Hizo una señal afirmativa con la cabeza.
- Hay mucha demanda le respondió el pelirrojo.
- Ya veremos entonces si me quedo en la ciudad.
El camarero, encogiéndose de hombros, puso un plato con el pan y los huevos y se alejó a servir a otro cliente.
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Anochece, la estación se va llenando nuevamente de gente que regresa a sus hogares, sudorosa, después de un duro día de trabajo.
Las máquinas de los trenes bufan como reses cansadas, lanzan mugidos mecánicos y se sientan a reposar en medio de los rieles, jadeantes como perros fatigados.
Lloran con sus silbatos, y luego enmudecen. Por su parte, las ruedas protestan con chirridos, que parecen los gritos de las gallinas cuando les quiebran el pescuezo, y las vías con los reflejos del sol poniente, parece que se retuercen como una víbora.
Un convoy de mercancías se mueve lentamente hacía uno de los túneles, parece una vieja enferma, va renqueante, como un herido que fuera caminando rumbo al hospital, y la locomotora, balanceándose sobre la vía, jadea como un ser poseído por la fiebre.
Las locomotoras espumean chorros de vapor que huelen a carbón quemado lentamente.
Una anciana sale a los andenes caminando despacio, va cargada de bultos que arrastra y mira a uno y otro lado buscando un sitio casi imposible de lograr para sentarse.
Por fin, al final del andén vislumbra un banco en el que solamente hay una muchacha cargada con algo en el regazo. Dirige alli sus pasos vacilantes y pide permiso para sentarse a su lado.
Adela le hace sitio en un extremo y balancea suavemente el cesto con una sonrisa.
Los trenes se van llenando de gente y van poniéndose en marcha, desalojando los andenes del gentío.
- Va usted muy lejos ? le pregunta la anciana a Adela.
- No lo sé todavía, no he comprado aún el billete. Y usted.
- Yo lo estoy pensando también.
- Ah ...
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La puerta de cristales se abre y aparece un hombre con el pelo largo y ensortijado. Camina hacía ellas y pide permiso para sentarse en el otro extremo del banco. Adela y su cesto han quedado en medio de los dos viajeros.
. Va usted muy lejos ? le pregunta Adela al caballero.
- Depende de cómo se mida la lejanía, contesta el hombre.
- Y ustedes?
- No sabemos, contestan las dos mujeres al unísono.
Vaya, pues algo parece que tenemos en común, sabemos de donde venimos, pero no sabemos bien a donde vamos.
Los tres suspiraron y poco a poco la noche fue envolviendo la estación. Los trenes se fueron alejando. Los faroles se encendieron dando un color amarillento a los rostros de los tres.
Un llanto suave se oyó y Adela, meció el cesto. La anciana se enjugó una lágrima y el hombre comenzó a tocar una dulce y romántica melodía con su viejo violín, mientras, una media luna blanquecina, aparecía fatigada en un cielo negruzco, con nubes algodonosas que cambiaban de lugar mecidas por la brisa.
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Carmen Jiménez
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