martes, 18 de octubre de 2022

 

LA CERRADURA  (Carmen Jiménez)

 A medida que pasan las horas desde que despertó en este sucio y vacío cuarto, su mente se vuelve loca gracias a los miles de pensamientos que se agolpan en ella sin medida.

Solo una pequeña luz tenue se filtra por la cerradura de la puerta, una luz que no es continua y directa, es parecida al paso de una lámpara en manos de alguien que va y viene, ha escuchado pasos, rápidos y continuos. Su mente juega con su cordura, no sabe donde está o como llegó a este cuarto, solo sabe que despertó aquí sin ningún recuerdo, de quien es o que hacía antes de este momento.

Sin respuestas a sus preguntas sin sentido, el temor se apodera de ella sin piedad alguna, no sabe exactamente qué día es y cuantos días ha pasado aquí, ya que no hay ventanas, ni forma de confirmar, si es de día o de noche. Si sabe, que es mucho tiempo, y le atemoriza saber cómo y porque llegó aquí, piensa que, debió haber hecho algo realmente malo, para ser encerrada en este inhumano lugar.

Esa tenue luz que se filtra es cada vez más continua, ha notado que ahora pasa más seguido, los pasos se escuchan más apurados según pasa el tiempo. No lo niega, ha querido asomarse por la vieja cerradura, pero el temor a no poder resistir lo que encuentre tras ella, hace que se vuelva atrás cada vez que lo intenta.

El cuarto cada vez está más y más caliente, como si estuviera en una especie de sauna.

La desesperación se apodera de ella con cada minuto que pasa.  Esa luz, esos malditos pasos, que cada vez son más y más continuos, taladran su cabeza ferozmente y sin piedad. Simplemente, no lo resiste.

El sudor se hace cada vez más denso y le corre por la espalda pegajoso, y sin líquido para hidratarse, teme morir pronto, se nota más delgada, la ropa casi le queda grande, es bueno piensa, así estaré más fresca, pues por momentos el calor se hace más insoportable.

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Era un día como otro cualquiera, lo único que recuerdo, es que era viernes y como todas las semanas, subí la suave pendiente que separaba el pueblo de la casona, para dirigirme al convento. El aire olía a tomillo y romero y la brisa mecía lánguidamente las hojas de los robles que, bordeaban el camino polvoriento.

Al llegar al portón, empujé la verja que chirrió levemente y anunció así mi llegada.

La puerta del edifico se abrió y una salutación susurrada salió de la boca del clérigo apartándose para dejarme pasar.

Mis pasos se oían por el claustro y se confundían con el rumor del agua de la fuente del patio,  que caía lentamente, como si llorase el ángel que la echaba por la boca. Los cánticos gregorianos de los monjes resonaban en la capilla,  y el órgano acentuaba su desgranar de notas,  rompiendo el misterioso silencio de los muros medievales.

Entré en la capilla y caminé por el pasillo principal, hasta llegar al banco que ocupábamos normalmente mis compañeras y yo.

El oficio comenzó, las amarillentas luces de las velas danzaban y las ropas del oficiante y sus ayudantes me parecían sábanas blancas que mecía el viento. La mano de mi amiga Rosalía me cogió de un brazo y me dio un susto de muerte. Me preguntó súbitamente ¿No has notado nada extraño hoy al llegar? ¿No ves que Fray Antonio no parece el mismo?

Rosalía, que era hija de la marquesa y una activista declarada, era también mi mejor amiga, pues nos habíamos criado juntas en la casona, me miró con un miedo aterrador en los ojos y yo que no necesito mucho para atemorizarme, me empecé a poner más nerviosa de lo normal.

No había pasado ni un minuto cuando los tres monjes se lanzaron hacía donde estábamos Rosalía y yo,  y ya no supe que era lo que pasaba. Me desmayé seguramente y cuando abrí los ojos,  ahí estaba en aquel cuarto y delante de esa gran cerradura.

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No puedo más con esto, la inquietud, la duda y la desesperación me dominan. Debo mirar por la cerradura. Cada paso, es un paso menos hacia la verdad, si, la verdad. Este cuarto a pesar de ser pequeño, pues no tendrá más de tres metros cuadrados, se me hace enorme. 

Los pasos de nuevo. Se han detenido frente a la puerta y la luz entra de forma directa por la cerradura, iluminando ahora tanto a mi, como al pequeño cuarto,

¡No puede ser! Las paredes, son… son, cráneos perfectamente tallados en las paredes, cráneos humanos finos y perfectos, son tallas únicas, es terrorífico.

 No debo dejarme maravillar por esta obra, salida de la mente de algún demente o degenerado mental, mi objetivo es la puerta, los pasos se detuvieron, pero no pasó nada, solo la luz que entra por la cerradura es lo que me tranquiliza un poco, hay luz del otro lado.

 Es reconfortante. Pero, no, no, no te vayas resplandor de vida, no, tu destello me da fe,  no te alejes no. La oscuridad de nuevo, ¡Nooo!  Caigo al arenoso piso desconsolada y resignada, mi fin no será otro que la muerte misma en este oscuro lugar.

Ya no habrá más luz, no será más que un paisaje negro. Un momento, algo golpea la puerta, son, si son golpes, ¡Vienen a por mí! La cerradura gira si, la puerta se abre bien aventurado el portador de la luz, que vienes a liberarme de este encierro. Luz hermosa y cálida que entra en el cuarto.

Se abre, la puerta se abre, si se abre.  ¡Son Tres hombres” Uno delante y dos detrás 

 Es alto y parece musculoso pero delgado, sus ropajes, aletean a su paso firme mientras se dirige a mi, Su rostro fino, su boca abierta sonriendo, deja entrever con el reflejo de la pálida luz, unos colmillos afilados que a mi me parecieron como de lobo.  Babeando y gruñendo entró portando en su mano izquierda la lámpara que iluminaba aquel tétrico cuarto, colgando de su cuello el llavero tintineante con la llave de aquel lugar.

Se acerca, no puedo contener mi temor, se acerca, ilumina más el cuarto. Por la puerta, atisbo un pasillo de madera y se escuchan lamentos a lo lejos, es enorme este lugar infernal. Está más cerca, está a unos pasos, siento su fétido aliento, cada respiro es un ardor en mis ojos. Está más cerca, más y más y extiende su brazo derecho hacia mí.

Rosalía ven!  Grita!! ha llegado el momento de entregarte Tu madre pagará el rescate y el enemigo nos hará un sitio en sus filas entregándote después.

Debemos darnos prisa para huir de aquí.

¡No, no! ¡Aléjate! ¡Aléjate! No soy Rosalía, soy su amiga. 

Los tres hombres se miraron sin comprender que era lo que podía estar pasando. Estás segura de lo que dices? , no nos estarás mintiendo? No, le repito que no soy Rosalía. Se han equivocado. Un ruido atronador se oyó en lo alto de las escaleras. Y comenzaron a rodar piedras hasta nuestros pies. Están bombardeando el convento dijo uno de ellos, vámonos rápido, es posible que esta mocosa no sea ni la hija de la marquesa, ni la espía de los aliados.

Pero que estás diciendo? Dijo el hombre de los colmillos, no sabías bien a quien tenías que secuestrar. ? Estaban tan juntas que puede ser que, con las prisas, me llevase a la joven equivocada.

Bummm Bumm ya no era una bomba, eran una detrás de otra, los hombres salieron corriendo escaleras arriba y yo me quedé temblando sin saber que hacer, hasta que me percaté de la luz que, en su huida habían dejado caer al suelo, la levanté y la macilenta lucecita, iluminó una pequeña puerta que se abría y cerraba por el viento. Me dirigí a ella y salí. Me encontré en medio de la ladera del monte y fuera del convento.

Corrí despavorida, mientras oía como se desmoronaban a mis espaldas, parte de las torres del edifico medieval,  y los aviones,  como águilas de fuego surcaban el cielo de Francia.

Fue entonces cuando tomé conciencia que, estábamos en plena guerra y que casi por una equivocación, podía haber muerto sin necesidad de que me alcanzase una bala. 

 Carmen Jiménez 








miércoles, 12 de octubre de 2022

 

LA PRINCESA PRISIONERA  (Soledad DelYerro)

Cada tarde subo a la torre más  alta del castillo donde ella está encerrada, la escalera es empinada y parece que está tapizada de recuerdos de aquel tiempo cada vez más lejano . Cuando llego a la sala redonda donde ella me espera mi respiración es fatigosa. Aquella juventud que parecía eterna empieza a abandonarme.

Ella sigue igual solo en sus ojos se advierte el paso del tiempo, la soledad y la esperanza vencida. Aunque hermanas también éramos amigas, el mundo parecía creado para nosotras, todo a nuestro alrededor  era fértil y frondoso, los frutos y los animales hacían que el entorno de nuestro castillo fuera idílico.

Las dos cabalgábamos juntas ella disfrutaba del paisaje,  a mi que desde pequeña mi padre me había adiestrado en el manejo de las armas, me gustaba más ojear y ver donde se podrían encontrar más animales para la temporada de caza.

Tuvimos varios amoríos, pero ninguno resultó ser lo que ambas buscábamos.

Pero un  día llegó él fue una mañana fría de invierno pero luminosa y alegre, como a aquél ser maravilloso que nos llegaba como llovido del cielo. Era alto rubio con unos ojos azules como el mar, dulces y acariciantes pero a veces se asomaba a ellos un fuego que calcinaba todo lo que ponía a su alcance

Iba de paso había una reina que en un país grande y lejano le esperaba para hacerle rey  entregándole  riqueza y poder en un anillo de oro.

No tenía prisa era como un niño que encuentra un juguete, se adueñó de nuestro pequeño reino y de nosotras.

Nos escribía poesías, tocaba el Laúd , componía bellas canciones y nuestra pequeña corte vivió unos meses en un sueño dorado.

Nos cortejó a mi hermana y a mí hasta que  las dos nos enamoramos de él.

No nos importó compartir nuestro lecho con él y que se llevara la virginidad de ambas.

Llegada la  primavera, partió una mañana igual que había llegado. nunca más volvimos a saber de él.

Mi hermana desde ese día se subió a la torre y hace varios años que vive allí encerrada. Yo lo sentí pero también pensé que nuestro reino necesitaba de mi, que en la vida había muchas cosas que hacer, que vivimos una aventura preciosa pero nada más. 

Mi visita de esta tarde es para hacerla saber que voy a contraer matrimonio con un príncipe bueno y generoso, al que pienso querer  y respetar.

Nuestro reino necesita descendencia,  lo  entiendes? le  pregunté . Contestó que sí

 - Que  sabía que las dos éramos muy diferentes que me deseaba toda la felicidad del mundo .- Que ella lo era viviendo de sus recuerdos. 

Así que tendré que seguir subiendo siempre que quiera verla a la torre más alta del castillo.

 

 

martes, 11 de octubre de 2022

 El CERILLERO (Maria Castaldi)


Por una puerta giratoria tras unas cortinas de terciopelo rojo se entra en el Gran Café de Gijón. Una larga barra en la parte izquierda y a la derecha, subiendo un escalón, un espacio muy luminoso con tres grandes ventanales al Paseo Recoletos. 

Es un local decorado con divanes de terciopelo rojo, veladores de mármol veteado negro, columnas estriadas y grandes espejos.

Nada más apartar las cortinas, a la derecha de la entrada hay un pequeño habitáculo: es le reino de Alfonso el cerillero. En estos días se fuma mucho, no sé si como dice la canción mientras se espera al hombre o a la mujer querida, pero, sin duda, mientras se espera al porvenir que no llega, como suele decir Carmen Martín Gaite. 

Son tiempos difíciles y el café, el tintorro y el tabaco son los únicos vicios que los tertulianos se pueden permitir. El Gijón es el café de la mejor bohemia, la bohemia creadora. Los habituales viven, sienten y sueñan con llegar a ser literatos. Puede decirse que la literatura actual española se escribe en sus divanes, o por lo menos se inicia en ellos.

Pero no solo hay escritores, sino todo un mundo artístico de Madrid. Nadie tiene una peseta. De la pobreza juvenil quienes más saben son Manolo el camarero y Alfonso, que muchas veces tienen que dar a crédito los cafés o cigarrillos. Alfonso, el cerillero, es un hombre bajito, gordo, lleva gafas y tiene un semblante amable. 

Aparte de tabaco, vende también periódicos y lotería. Es una institución en el lugar y también un gran observador. Conoce a los habituales tertulianos y sabe de qué pie cojean.

 - Buenos días don Francisco 

 Hola Alfonso. Qué ¿ha tocado la lotería esta semana?

 - No.

 - ¡Qué raro, tú siempre das la buena suerte! 

Don Francisco Salazar es un escritor de novelas policiacas. Es de Badajoz, pero se ha trasladado a Madrid. Se aloja en una pensión de mala muerte. La escritura no da para mucho y a veces, si no cobra algún artículo, Alfonso le suele fiar los cigarrillos. En el velador de mármol con sillones de terciopelo rojo está Leandro Pascual, otro escritor que, en cuanto ve acercarse a don Francisco, le saluda con sorna.

 - Hola Francisco. ¡Bonito abrigo que llevas! ¿era de tu abuelo?

 - No. De mi tatarabuelo. ¡qué cosas tienes Francisco: siempre con tus ironías! 

- Bueno, ya me conoces 

– contesta sonriendo don Leandro.

 Alfonso, el cerillero, siempre pega la oreja a las conversaciones de estos literatos. Los envidia porque a él también le hubiese gustado saber escribir. Material no le falta después de tantos años de trabajo y de haber escuchado a infinidad de gente de letras. Don Jesús Muñoz es un pintor consagrado que ha expuesto su obra en distintas galerías españolas y también en otras del extranjero. 

Es el más adinerado y, en las discusiones que a veces surgen a lo largo de las tertulias, quiere siempre llevar la razón. Su tono de voz es fuerte. Se lleva particularmente mal con Alfredo, un joven estudiante de pintura quien se atreve a discutir con él acerca de unos cuadros del Museo del Prado. Su contestación es tajante:

 - Tú tienes una gran facilidad para juzgar la pintura, mientras yo soy incapaz. Se nota que sabes pintar. Por no faltarle el respeto, Alfredo se calla. Sin embargo. don Francisco Salazar interviene en la discusión reprochándole al pintor consagrado

 -Cierto, a ti te falta experiencia en lo que se refiere a la pintura. Desde donde está sentado, Alfonso, el cerillero, sigue con atención las discusiones de la mesa que se halla cerca.

Conoce muy bien a don Jesús y no le tiene mucha simpatía. Se nota, sobre todo hoy, cuando este se acerca y le pide con tono brusco:

 - Dame un Faria.

 - Pero, don Jesús ¿no había dejado usted de fumar?

 – se dirige a él con tono burlón.

 - Si. Cigarrillos

 – le corta bruscamente don Jesús y se vuelve a la mesa. 

El último en llegar a la reunión es Felipe Salazar. Suele venir acompañado por Pepe Pimentel, su amigo inseparable. Hoy, en cambio viene solo

. - Hola Felipe 

– le saludan todos.

 - Y Pepe ¿no viene hoy?

 - le pregunta don Leandro

 - No. Ya sabes que es muy supersticioso y hoy es martes y trece.

 - ¡Qué tontería! No me lo creo – arguye Alfredo.

 - Tienes razón es solo un carientismo.

 - ¿Un qué?

 - Es una figura retórica relacionada con la ironía consistente en usar expresiones que aparentemente suenan a serias para burlarse.

 - Y ¿de dónde sacas eso? – interviene don Leandro.

 - ¿Cómo? tú que eres tan leído ¿no sabes qué son las figuras retóricas como carientismo, clenasmo, diasirmo y asteísmo? 

- Pues no. Jamás he oído esas expresiones; y además me parece una pedantería tuya preguntarme si las conozco 

– contesta don Leandro en tono airado.

 - Pues, sobre todo tú, que siempre utilizas la ironía, deberías conocerlas. 

Empiezan todos a discutir acerca del significado de las figuras retóricas y cada uno intenta buscar ejemplos para explicar su uso. Tarea bastante complicada porque cuando don Leandro al formular una frase dice que es un clenasmo, don Felipe contesta que no, que es un diasirmo y así sucesivamente. 

Las discusiones suben de tono y Alfonso, el cerillero, en ese momento no entiende nada. 

Para él, acostumbrado a escuchar discusiones de política o conversaciones acerca de algún nuevo libro o alguna exposición de pintura de don Jesús Muñoz, oírlos enzarzados en el significado de unos palabros, carece de sentido y deja de prestar atención a los argumentos de los tertulianos.

 Solo intenta, con mímica gestual, que las voces altisonantes recobren el volumen normal. Lo suele conseguir porque todos lo aprecian y, como si fuera un director de orquestra, siguen sus gestos y bajan la voz. Hoy es una tarde especial para Alfonso. El reloj de la pared marca la hora del final de su jornada de trabajo. Su semblante es serio y su mirada ausente con un velo de melancolía.

 Con parsimonia coge los billetes de lotería que no ha conseguido vender y se los entrega a su amigo Manolo Luna, el camarero más famoso del café. Cierra despacio su caja de cigarros ypuros; se pone la chaqueta; una última ojeada alrededor del café y sobre todo a la mesa cercana de los tertulianos y se dispone a salir.

 En ese preciso instante unos fuertes y sonoros aplausos le detienen. Son para él, que a lo largo de tantos años ha compartido discusiones, risas, enfrentamientos y también alegrías, y es la calurosa despedida de unos intelectuales al ser más amable y generoso que deja ese lugar por última vez. Han pasado muchos años. 

El café ha cambiado poco su aspecto. Solo la puerta de entrada giratoria ha sido sustituida por una de dos hojas de madera y cristal. El resto sigue igual con sus cortinas de terciopelo rojo y veladores de mármol. 

Lo que han cambiado son los asiduos del Gijón. Desde que se inauguró la televisión el café se ha convertido mayormente en un lugar de reunión de actores y gente de la farándula. No hay tertulias literarias. Se ha perdido la costumbre desde que los viejos autores seguramente celebran ahora sus tertulias en el Parnaso. Ya no se permite fumar. Sin embargo, el recuerdo del cerillero perdura en una placa que dice: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del Café Gijón”

María Castaldi

 

CULPABLE POR DECISIÓN PROPIA (Soledad Del Yerro)

 

Son las diez de la noche del día catorce de febrero del año dos mil seis. En el módulo de mujeres, celda quince del penal de Villena (Alicante) donde me encuentro prisionera, se van apagando las luces quedando encendidas solo las de emergencias. Los vigilantes cambian de turno y el silencio se hace obligatorio. Estoy aislada ya  que según la ley, soy una reclusa peligrosa acusada de asesinato.

Cuando llega la noche todos los recuerdos se agolpan en mi mente, pienso la de veces, que viajando a Valencia, he pasado por delante del edificio de este penal donde estoy recluida y la desazón que me entraba viendo la delgada línea que separa la libertad de la reclusión en uno de los penales más seguros de España.

Me llamo Amparo Talens  Rodríguez y compartí mi nacimiento con mi hermano Enrique, somos gemelos y físicamente iguales. Nacimos en Abalat de la Ribera. Nuestros padres se llenaron de gozo con nuestro nacimiento. Como casi todos sus paisanos, eran pequeños agricultores.

Tuvimos una infancia feliz. La casa era sencilla pero cómoda. El campo que nos rodeaba lleno de cultivos de arroz y naranjos que el Júcar regaba y lo más impresionante: el Parque Natural de la Albufera que en su mayor parte pertenece a nuestro pueblo.

Enrique y yo éramos inseparables. Si me ponía pantalones con el pelo corto era difícil distinguirnos. Estudiamos la primaria y el bachillerato y como no, fuimos con muchos de nuestros amigos a la Casa de la música, donde mi hermano y yo empezamos, desde muy temprana edad, a tocar el clarinete junto con el aprendizaje del solfeo.

Recuerdo que en una ocasión que teníamos examen de instrumento, Enrique  amaneció con mucha fiebre, así que se nos ocurrió la feliz idea de que yo me examinara dos veces, una en mi nombre y otra en el suyo. Primero me llamaron a mí, entré en el aula e hice el examen. Nada más salir llegó el turno de mi hermano, volví a entrar y un poco nerviosa lo repetí. Conseguí salir airosa, los dos aprobamos.

Con la Banda de Música de Abalat de la Ribera ganamos varias veces los Certámenes que entre los pueblos de la comarca se organizaba. Los dos supimos que dedicarnos a esta profesión era lo que nos gustaba. A nuestros padres les pareció de perlas y nos matriculamos en el Conservatorio de Valencia.

Los años fueron pasando, fuimos creciendo, disfrutamos de amigos estupendos, de fiestas, fallas y de todo cuanto la juventud nos ofrecía, aunque siempre fuimos responsables. Nuestros padres estaban orgullosos de nosotros. Por nuestra parte, entendíamos que ellos se habían sacrificado trabajando duro para que nunca nos faltara de nada.

Enrique terminó sus estudios y aprobó como Brigada en la Banda de Música del Ministerio de Marina en Madrid. Yo, después de varios intentos, saqué plaza como clarinetista en la banda Municipal de Valencia.

Un día Enrique nos trajo a María, hija de un Coronel de Marina, con la cual se había comprometido. Era guapa, educada y cariñosa. Mis padres la recibieron con los brazos abiertos. Mi hermano en un momento que estuvimos a solas me pregunto:

- ¿Amparo, te gusta mi elección?

- De momento sí- le contesté- ya te diré cuando la trate más a fondo.

Cierto es que nunca nos defraudó. Pasados dos años se casaron y, eso sí, enseguida formaron una gran familia. Cada quince meses llegaba un niño hasta que juntaron ocho: cinco niños y tres niñas. Mi cuñada era muy religiosa, pero creo que con ocho debió pensar que ya había cumplido. Ella no trabajó nunca fuera de casa y su marido no tenía más remedio que además de cumplir en la Banda trabajar en todo cuanto le salía.

Todos los veranos venían unos días al pueblo, dejando a dos de los niños con mis padres. La vida pasa muy rápido y primero murió mi padre y a los seis años, mi madre. Sé que a ella le hubiera gustado que yo hubiera formado una familia con uno de los muchos pretendientes que tuve, cierto es que, hice varios intentos pero ninguno me salió bien. Era feliz con mi trabajo, en mi tierra y disfrutando de los perfumados y bonitos paisajes de mi pueblo.

Enrique y su mujer se preocupaban mucho por mí. Yo sabía que ya tenían bastantes problemas para sacar su familia adelante, por eso no les dije nada el día que fui al ginecólogo y me detectó un cáncer de ovarios. Me hicieron toda clase de pruebas y como mucho me dieron unos cuatro años de vida.

En Madrid mi hermano, trabajando en una sala de fiestas, conoció a una de las dueñas del local. Era unos años mayor que él. La señora estaba de buen ver y poco a poco se fueron enrollando. A ella le sobraba el dinero y, como conocía la situación de Enrique, de vez en cuando mandaba a su casa un jamón, unas botellas de vino, le regalaba un reloj... De momento María creyó que eran obsequios que recibían todos los músicos de la orquesta, hasta que empezó a notar algo raro en el comportamiento de su marido. Me llamó preocupada y quedamos en que iría a pasar el fin de semana con ellos.

Siempre llevaba el coche lleno de regalos para mis sobrinos. Cuando llegaba se armaba un gran alboroto. Yo disfrutaba viéndoles risueños y felices.

- ¿Enrique te importaría ir a comprar el pan? - preguntó María.

- Sabes que no cariño.

- Voy contigo- dije rápidamente. Salimos y cogiéndome de su brazo le miré fijamente a los ojos. Comprendió enseguida que tenía que contarme lo que sucedía.

-Esto tienes que cortarlo - le aconsejé.

- Amparo, no te imaginas lo mal que me siento ni la de veces que le he dicho a Rosa que me deje en paz, pero tengo un contrato firmado con la empresa y me amenaza con venir a contárselo a María y dar parte a mis superiores porque, según ella, va a tener un hijo mío.

- ¿Tú estás seguro de que eso es verdad?

- No lo sé, de verás que no lo sé...

- Esto se te ha ido de las manos hermanito, creo que esta noche te acompañaré e intentaré hablar con la tal Rosa a ver lo que se puede hacer.

 Cuando volvimos a casa estuve ayudando a mi cuñada a preparar la comida contándola mi propósito de acompañar a Enrique al trabajo, solamente por ver el panorama que allí había.

- Amparo, espero que me cuentes todas las impresiones que saques

- Tranquila, te informaré de todo.

 La sala de fiestas estaba situada en los bajos de un Hotel, muy bien ambientada, moderna, con una magnifica orquesta y con un público selecto. En el primer descanso que tuvo la orquesta, Enrique vino a recogerme a la mesa donde yo me acomodé. Atravesamos la sala subiendo por unas escaleras, caminamos por  un pasillo y nos paramos ante una puerta donde ponía" Dirección". Dio unos golpes suaves y una mujer rubia muy arreglada nos franqueó la entrada.

Después de las presentaciones de rigor y la admiración que le causó nuestro gran parecido, nos sentamos en unas cómodas sillas frente a ella que ocupaba el sillón delante de una mesa de despacho. Nos ofreció algo de beber pero ninguno de los dos aceptamos.

 Yo, que soy bastante directa y no me gusta andar con vaguedades, la pregunté si era cierto que iba a tener un hijo con mi hermano. La expresión de su cara cambió, se puso roja, las venas se la marcaban en el cuello y llena de cólera se encaró con Enrique

- ¿Eres tan poco hombre que has tenido que traer a tu hermanita para que te saque las castañas del fuego? Mira guapa – dijo dirigiéndose a mí - tu hermano no se va a ir de rositas.

- Perdona Rosa, yo solo he venido a tratar de ayudaros. Tú sabes que Enrique no está en situación de abandonar a su familia, pero si vais a tener un hijo es lógico que se lo cuente a su mujer, ella es buena, le quiere mucho y ya sabes el dicho... “Hablando se entiende la gente”.

- Su mujer le querrá mucho, pero el conmigo ha disfrutado de la vida en todos los sentidos. Ha aceptado regalos, dinero y muchas cosas que un pobre hombre como él jamás habría llegado a imaginar.

Enrique se levantó hecho una furia, se abalanzó sobre ella, la levantó del sillón y ciego de rabia empezó a golpearle la cabeza contra la ventana que había detrás de ella .Yo quise sujetarle gritándole que la soltara, pero cuando lo hizo Rosa tenía la cabeza abierta y la sangre corría por su  cara. Enseguida me percaté de que estaba muerta

- No te asustes - le dije a Enrique – y vuelve a ocupar tu puesto en la orquesta. Yo ahora mismo llamo a un médico. Seguro que le curan las heridas, la sangre es muy aparatosa.

- No puedo dejarte sola, Amparo

- Piensa en María y en los niños. Confía en mí como siempre, hermano.

Aquella noche la pasé en la comisaría del distrito de Chamartín en Madrid. Me interrogaron una y mil veces. Siempre di la misma versión: Habíamos discutido y se había puesto tan furiosa insultando a mi hermano y a toda mi familia que me puse nerviosa, la zarandé sin darme cuenta que se golpeaba con la ventana hasta que la sangre me asustó. La autopsia confirmó los hechos, como también que Rosa no estaba embarazada.

Hace unos meses me trasladaron a esta prisión en espera de ser juzgada. Sé que me caerán más años de los que me aseguran los médicos que viviré. Ya paso muchos días en la enfermería y lo único que le pido a Dios es que me permita pasar los últimos días de mi vida en mi casa, acompañada de familia y amigos y viendo como las aguas del Júcar riegan los arrozales y los naranjos.

 

 

Soledad Delyerro

 

  REVISTA LITERARIA “CIRCE” Núm. 2.   Historia de la Literatura – (El Misterioso Egipto) A unos 1.600 Kms de distancia de Mesopotami...